Centenario del fin de la Gran Guerra (II)

[Continuamos, tal y como habíamos prometido, las reflexiones que habíamos iniciado en un artículo anterior con motivo del centenario que conmemora el fin de la Primera Guerra Mundial]

Ver la primera parte de este trabajo 

3.- Factores que están en el origen de la Guerra del 14.

Tras haber expuesto varios aspectos de las curiosas, ridículas, mendaces y falsarias visiones que la propaganda nos ofrece sobre la Gran Guerra, sus orígenes y sus principales protagonistas, aspectos que nos permiten tener una visión más clara y objetiva del conflicto, vamos a analizar algunos de los factores más importantes que intervinieron no sólo en el desencadenamiento de la guerra, sino también en su preparación, ya desde años atrás, así como en su desarrollo y finalmente en su conclusión, con la derrota de los Imperios centrales.

Los elementos que configuran el ambiente que hizo no sólo posible sino inevitable la Gran Guerra son múltiples y muy diversos. Algunos de ellos suelen ser olvidados por completo en las reflexiones y los análisis, tan superficiales como demagógicos y lacrimógenos, a que estamos acostumbrados. Hay que tener en cuenta que una pieza o factor que hacía que dicha guerra fuera inevitable es el hecho de que era vehementemente deseada, desde tiempo atrás, por algunos de sus protagonistas, como luego veremos.

Aquí será necesario analizar no sólo las fuerzas que provocaron la guerra y las causas que la produjeron, aquellos núcleos de poder que intervinieron en el desencadenamiento del conflicto, sino también aquellos otros poderes y fuerzas que, aunque no estuvieron presentes en el inicio de las hostilidades, sí tendrían más tarde un papel decisivo en el desarrollo de la misma y en su desenlace final. Piénsese, por ejemplo, en la intervención de los Estados Unidos.

Lo que aparece claramente ante nuestros ojos, cuando tratamos de ver las causas de esta horrenda y descomunal carnicería en la que se vieron implicadas las más diversas naciones, es un brutal estallido de odio. Una hoguera de odio cuyos rescoldos siguen vivos en nuestros días, a pesar de toda la fraseología de una propaganda mendaz que proclama justo lo contrario y de los mensajes de la ideología dominante, que se ufana de ser la máxima y más perfecta potencia reconciliadora, pacificadora y unificadora del mundo, con sus maravillosos planes de hermandad entre los pueblos y las naciones. La realidad está muy lejos de lo que difunden tales mensajes, pues dicha ideología, con sus distintas vertientes o variantes, muchas veces opuestas entre sí, no hace sino difundir el resentimiento, la malevolencia y el fanatismo. Desde finales del siglo XIX y principios del XX los negros nubarrones del odio y el rencor comienzan a extenderse sobre los cielos del Viejo Continente. Su fruto amargo sería la Guerra Mundial.

¿Cómo fue posible semejante vendaval de muerte y destrucción? He aquí la pregunta que se hace todo el mundo. Se han intentado muchas explicaciones, algunas de ellas muy acertadas y profundas, otras, falaces, deformadoras y falsificadoras de la realidad. Entre las primeras, las más certeras, las que nos pueden ayudar a ver e interpretar con más claridad los hechos, no están, desde luego, las que presenta e inculca la propaganda, las cuales han de ser incluidas en el segundo grupo. Intentaremos aquí ofrecer una visión lo más ajustada posible a la realidad de los hechos, recogiendo lo mejor de los análisis que han hecho las mentes más preclaras de Europa.

Veamos, en una rápida y concisa ojeada, los elementos que resultan decisivos en la génesis de la Guerra del 14, para luego analizar más detenidamente algunos de ellos. Entre las fuerzas que coadyuvan al desencadenamiento de esta inmensa tragedia europea y mundial, y que jugarán asimismo un importante papel en las diversas vicisitudes de la misma, en su evolución y su final, cabe destacar los siguientes: 1.- el nacionalismo; 2.- el industrialismo y el racionalismo economicista; 3.- la influencia de las ideologías, y más concretamente la ideología democratista.

1) El nacionalismo, que alcanza su máxima exacerbación a finales del siglo XIX y comienzos del XX. O, para expresarlo con mayor precisión, los nacionalismos, pues son las actitudes nacionalistas de las naciones más poderosas del Viejo Mundo, del Continente europeo, las que van a encender la mecha, haciendo que choquen violentamente entre sí. El germen y la causa más directa y visible de la guerra está en las diversas naciones europeas, en todas y cada una de ellas, que han sido infectadas por el virus nacionalista, el cual, con sus miedos y sus ambiciones, se ha apoderado de su alma y las ha convertido en potencias llenas de animadversión y odio, inclinadas a la violencia contra todo aquello que ponga en peligro o se oponga a lo que tal veneno nacionalista, particularista, individualista, fanático y sectario, considera sagrado: el poderío nacional.

Esto es lo primero que salta a la vista, incluso en un análisis superficial: la obsesión de cada nación por expandirse al máximo, por apoderarse de otros territorios con los que aumentar su poder o por mantener su posición de predominio y hegemonía. En otras palabras, su decidida voluntad de afirmarse a toda costa, de superar en fuerza y potencia a las otras naciones y de anular a aquellas que considere más peligrosas para sus intereses. En algunos casos también su afán de venganza y de revancha, o en otros casos el propósito de defender el status ya alcanzado y que se ve seriamente amenazado. Es algo que impregnaba el ambiente en los comienzos del siglo XX, constituyendo el trasfondo de la llamada Belle Époque.

En los años anteriores a 1914 la relación entre las naciones europeas es sobre todo una relación de antagonismo, rivalidad, animosidad y enemistad. El veneno nacionalista se extiende por doquier y da lugar a un continuo enfrentamiento entre los pueblos de Europa, buscando cada uno cómo sobresalir por encima de los demás, cómo conseguir más poder frente a ellos, cómo defenderse o prepararse más eficazmente para el ataque y cómo arruinar o derrotar a sus enemigos.

Aunque sin querer entrar ahora con detalle en el tema, hay que distinguir entre patriotismo y nacionalismo. Es algo fundamental para comprender mejor la gravedad y anormalidad de la situación de Europa en 1914. El patriotismo es el amor a la propia patria, que lleva consigo el respeto a los otros pueblos y naciones, así como el amor a aquellos principios, valores y realidades que están por encima de la propia patria y le dan sentido, mostrándole un camino y un destino. El patriotismo es una fuerza constructiva, de alto sentido moral, indispensable para la construcción de un sano, justo y sólido orden internacional; esto es, para una convivencia pacífica y fructífera entre las naciones, los pueblos y las culturas.

El nacionalismo, por el contrario, es el individualismo de las naciones, el culto egocéntrico que un pueblo se da a sí mismo, la absolutización o idolatría de la nación y lo nacional, considerados como valores absolutos, por encima de los cuales no hay nada. Una actitud o postura que está más bien inspirada por la desconfianza y la aversión al otro, a la nación o las naciones que se tiene al lado o enfrente, las cuales son consideradas como el enemigo contra el que hay que estar siempre en guardia, cuya simple presencia se siente como una continua amenaza, debiendo por tanto hacer todo lo posible para poner fin a su elevación, prosperidad y poderío.

Mientras el patriotismo ve en las otras naciones o patrias realidades valiosas con las que es posible, deseable e incluso obligado hermanarse para constituir una comunidad de rango superior en la cual todas se integren solidariamente para constituir una unidad de destino (la gran construcción del Imperio como comunidad supranacional), el nacionalismo ve al resto de las naciones bien como objetos para su expansión o para ser absorbidos y sometidos (sobre todo, si son pequeñas, débiles o no demasiado poderosas), bien como enemigas que hay que vencer y aplastar o destruir sin miramientos (si son especialmente grandes y fuertes). El nacionalismo viene a ser una degeneración y corrupción del patriotismo.

En el centro de la actitud nacionalista está la visión de la propia nación como si fuera el centro del mundo, situada frente al resto de las naciones, en una pura relación de poder, de influencia y de intereses egoístas. Por eso decimos que es un fenómeno egocéntrico: el ego colectivo nacional emplazado señorialmente en el centro de todo, y todo lo demás a su servicio. A ello se añade la convicción de que nuestra nación debe estar muy por encima de las demás naciones y gozar de prioridad sobre ellas, las debe aventajar en fuerza, tamaño y poder, debiendo todas ellas rendirle pleitesía y reconocer su alta dignidad.

El nacionalista está firmemente convencido de que su nación es la mejor del mundo. La más perfecta, la más noble, la más justa y justiciera, la de más excelsa cultura, la que posee la lengua más pura y hermosa. Quien niegue o ponga en duda tal evidencia se convierte automáticamente en enemigo. Nada ni nadie podrá sacarle de esa idea. Y, por supuesto, su nación sólo tiene derechos, no deberes. El Derecho y la Justicia están siempre de su parte. Su patria tiene siempre razón, frente a la sinrazón de los demás. Su comportamiento está en todo momento justificado, es justo y legal sin sombra de duda. Son las otras naciones las que cometen injusticias y atropellos, de las cuales es víctima propicia su nación en más de una ocasión.

Es consustancial al nacionalismo la preocupación maniática por el engrandecimiento nacional, algo que viene a ser como una idea fija del ideario nacionalista: engrandecimiento por un lado material en territorios, en población, en medios y recursos (absorbiendo y sometiendo incluso por la fuerza elementos de población extraños); engrandecimiento también en fama, prestigio, autoridad y soberanía, con el reconocimiento del resto del mundo, lo cual se plasma en el puesto que la nación consigue ocupar en el orden mundial.

Semejante postura genera un clima de crispación, enfrentamiento y hostilidad del que no puede surgir nada positivo ni constructivo. Antes al contrario, prepara el terreno para los peores estallidos de violencia y crueldad, como ya ha demostrado la Historia en multitud de ocasiones. El nacionalismo es de por sí un sentimiento inmaduro, agresivo, rencoroso, fóbico y acrimonioso (hecho de acrimonia, de acritud, aspereza y desabrimiento). Allí donde aparece y se extiende introduce siempre la desunión, la desavenencia, la división y la discordia. Y en último término, como caso extremo, la guerra.

Y hablamos de “sentimiento” porque el nacionalismo, fruto sobre todo el movimiento romántico y de su frenesí irracionalista, consiste sobre todo en un arrebato sentimental, irracional, fuertemente emotivo y volitivo. El nacionalismo es puro sentimentalismo, apasionamiento sin límites, emotividad y vehemencia, pasión acalorada y desmedida, no precisamente muy iluminada por la razón. En el nacionalismo es el pathos, y no el ethos, el factor decisivo.

Como no podía menos de ser, el nacionalismo siembra la fobia y el rencor en las relaciones internacionales. También en las intranacionales, esto es, en las relaciones que se dan dentro de una misma nación, cuando un grupo, segmento o región, basándose en unos u otros motivos (la lengua, la raza, la cultura, la idiosincrasia étnica, la religión, ciertas peculiaridades históricas y folclóricas, o cualquier otro pretexto o rasgo diferenciador), decide separarse de la nación de la que forma parte, o así tratan de hacerlo determinados grupos dirigentes, tal vez minoritarios, adoptando una política secesionista o separatista. Dicha política separatista llega al extremo de inventar una historia falsa para justificar la secesión. Ni que decir tiene que tal separatismo puede, a su vez, ser estimulado o azuzado por una potencia exterior para debilitar a la nación rival o enemiga. Es, sin ir más lejos, lo que Francia intentó hacer en numerosas ocasiones en su enfrentamiento con sus vecinos y adversarios, como España y Alemania.

Para entender mejor el fenómeno histórico que estamos considerando, hay que tener en cuenta que varios de los países implicados en la contienda, que intervinieron en ella desde el inicio o que formaban parte de las alianzas que prepararían el estallido bélico, habían nacido recientemente como tales naciones: Serbia consiguió su independencia en 1878, sacudiéndose la opresión otomana; Alemania logró su unidad en 1871, tras la derrota de Francia en la Guerra Franco-prusiana, con la creación del Segundo Reich; Italia llegó a ser una nación unificada en 1870, como consecuencia de las guerras y maniobras militares, políticas y diplomáticas que jalonaron el Risorgimento, una vez conquistados por los piamonteses de Cavour y Víctor Manuel II los Estados Pontificios, los dominios territoriales del Papa, con Roma su capital.

Estas recientes incorporaciones al concierto de las naciones van a generar numerosos problemas. Tan súbita irrupción en el escenario histórico de las nuevas naciones hace que se encienda y exalte en ellas el sentimiento nacionalista, al ver abiertas ante sí las puertas para su afirmación en el tablero de la política mundial. Pero las naciones mucho más antiguas, como Francia e Inglaterra, que tienen ya un gran poderío, con un extenso imperio colonial, no están dispuestas a facilitar el acceso de los nuevos advenedizos (y especialmente uno de ellos, la Alemania unificada) y no tienen la menor intención de compartir con ellos ni el poder ni el protagonismo histórico y político de los que hasta ahora han disfrutado (entre otras cosas, por ejemplo, la posesión de amplios territorios en otros continentes, ricos en materias primas).

En 1914 el furor nacionalista se inflama y explota con tal fuerza en las distintas naciones que divide y destroza a la misma Internacional socialista: en su seno surgen tensiones que la desgarran como nadie antes podía haber imaginado. Muchos de sus miembros dejan a un lado el ideal internacionalista, con sus convicciones pacifistas y su aspiración a la revolución mundial por encima de las fronteras, para abrazar con entusiasmo la causa de su patria en la guerra que acaba de estallar. El ímpetu belicista se apodera de las masas proletarias que dan la espalda a sus líderes socialistas. A consecuencia del furor nacionalista, el célebre líder socialista francés Jean Jaurès será asesinado por sostener una postura de radical pacifismo que los franceses entusiasmados con la guerra consideran una posición cobarde, traidora y antinacional.

Otro ejemplo de las consecuencias que acarrea esta oleada nacionalista es la postura de la Masonería alemana, que rompe sus relaciones con la Gran Logia Unida de Inglaterra, la Gran Logia Madre. El ideal internacionalista de la Francmasonería hace también agua y se viene a pique ante la oleada de frenesí nacionalista que alcanza su punto álgido en 1914 llevándose por delante todos los ideales, conceptos y valores que antes se consideraban sacrosantos.

2) El industrialismo, el capitalismo, el racionalismo y el activismo economicistas. El sistema liberal-capitalista, que presume de ser la cima de la evolución racional de la Humanidad, configura un clima de industrialización frenética y de competitividad extrema entre las naciones. Todas ellas se hallan dominadas por la veneración idolátrica de la economía, del bienestar y el progreso materiales, de la técnica y la industria, del capital y las finanzas; en suma, la entronización del poderío económico. Lo que Quevedo llamaba “el Dinerismo”.

La obsesión por el desarrollo económico, por el avance de la técnica, por la producción industrial y por la explotación de los recursos se impone por doquier, pues se ve en ello la capacidad para sobrepasar a las naciones rivales y vencerlas en caso de conflicto. Ese fanatismo industrialista, esa preocupación por los métodos productivos y fabriles a gran escala, provoca tanto la búsqueda de nuevos mercados, en los que vender la producción nacional, como la necesidad de obtener materias primas, lo cual obliga a conquistar colonias o territorios ricos en recursos naturales que suministren a la economía y la industria nacionales esas indispensables materias primas, ese combustible que necesita para poder funcionar.

Se desata y aviva hasta el paroxismo la ambición material, la rivalidad comercial y económica, la necesidad imperiosa de conquistar nuevos mercados. Entran aquí en juego de manera decisiva la insaciable avidez de poder, el ansia de dominio sobre el mundo, el culto al dinero y a la economía, la fe en el progreso material, la lucha por las materias primas necesarias para mantener en marcha y hacer avanzar el sistema productivo industrial.

Rabindranath Tagore, el gran poeta indio, ponía el dedo en la llaga cuando, refiriéndose al ambiente que hizo posible la Primera Guerra Mundial, subrayaba la situación monstruosa que habían creado las naciones occidentales alargando y aumentado fuera de toda medida “sus tentáculos de maquinaria”, su industria invasora y su obsesión mercantil. A consecuencia de ello, advertía, “el hombre completo” (the complete man) va recluyéndose y retirándose cada vez más, “para dejar sitio al hombre político y comerciante, el hombre de propósito limitado (the man of limited purpose)”. El lado humano va quedando eclipsado “bajo la sombra de una organización sin alma”, que únicamente se interesa por el poder político y económico. Todos, clamaba el vate bengalí, “hemos sentido sus garras de hierro en la raíz de nuestra vida”. En la moderna civilización industrializada y mercantilizada los hombres se han convertido en “marionetas que no buscan más que hacer dinero y hacer la guerra (war-making and money-making puppets), ridículamente orgullosas de la lamentable perfección alcanzada por sus mecanismos”.

Por otro lado, debido al ansia de revancha, de avance, de ataque y de defensa, de expansión o de conquista que despierta el nacionalismo, se intensificará al máximo el impulso industrializador, pero esta vez orientado a la guerra, a la producción de armas y pertrechos militares. La fascinación por los progresos en la racionalización industrial y las técnicas de producción masiva conducirá a un crecimiento exponencial de la industria bélica, con la consiguiente carrera armamentística entre las principales potencias europeas. Recuerdo un libro publicado durante los primeros años del siglo XX que cayó en mis manos durante mi infancia, por hallarse en la biblioteca de mi familia, y que portaba el significativo título “Las naciones se han airado” (es decir, están llenas de ira), título que no hace sino recoger una frase del Apocalipsis. En él se daba cuenta con alarma y temor de las nuevas armas con las que se estaban pertrechando las naciones más modernas (aunque hay que reconocer que, hoy día, la mayoría de las fotografías incluidas en las páginas de dicho libro, desde rudimentarios aviones, dirigibles y zepelines a cañones, ametralladoras y vehículos blindados, nos causarían risa por tratarse de armatostes que no parecen nada impresionante ni demasiado eficaces desde el actual punto de vista militar).

Ninguna nación se libra de este aguijón venenoso que excita las peores pasiones y las más destructivas tendencias de los pueblos y de sus minorías dirigentes. El racionalismo de la civilización moderna, ese culto a la razón desvinculada de su fundamento suprarracional y trascendente, lo que acarrea su degradación y perversión, acaba así desembocando en una situación de la más extrema, virulenta y corrosiva irracionalidad.

Como bien explicara y mostrara René Guenón, el racionalismo y el irracionalismo son dos fenómenos aberrantes que, aunque parezcan a primera vista estar en conflicto y de hecho choquen entre sí a menudo, conformando corrientes en pugna violenta, se hallan más entrelazados de lo que pueda percibir una mirada superficial. El racionalismo lleva en el fondo una carga irracional, emotiva o pasional, sentimentalista o emotivista, que estalla en el momento más insospechado. Basta comprobar los impulsos, manías o furores sentimentales que se observan en las biografías de los filósofos racionalistas: por ejemplo, la furiosa hostilidad hacia la religión y hacia todo lo que ellos califican de “superstición”, “fanatismo” o “antigualla obsoleta”.

En esta atmósfera economicista y dinerista habría que considerar también el poder y las maniobras del Capital financiero internacional, un aspecto que está estrechamente relacionado con el punto que analizamos a continuación, pues la Alta Finanza siempre ha tenido, por naturaleza, innegables querencias ideológicas, apareciendo como la abanderada de un progresismo democratista, internacionalista o mundialista.

3) El impacto de las ideologías, fenómeno típicamente moderno que empieza a cobrar fuerza y adquirir un fuerte protagonismo en los albores del siglo XX, y de manera especial el avance arrollador de la ideología progresista, iluminista, laicista, internacionalista y democratista. Dicho con ce otras palabras, la voluntad, la pretensión o la obsesión que se va adueñando de muchos países, de forma casi subrepticia pero arrolladora, por hacer suyos, asimilar y más tarde imponer a nivel universal los esquemas y dogmas de una visión del mundo puramente horizontal, inmanentista, inorgánica, artificiosa y exangüe, aplanadora y uniformizadora, demoledora de cualquier estructura orgánica tradicional.

Un fenómeno que va ligado al politicismo: la importancia cada vez mayor y más invasora de la política, la cual va invadiendo todos los campos y aspectos de la vida social; la fe en la política como si de ella fuera a venir la solución y el remedio para todos los problemas que afligen a los seres humanos. Se constata un crecimiento desmesurado de la política que está inseparablemente unido a la regresión de la religión y la espiritualidad. Una política que, por otra parte, está cada vez más ideologizada. Lo que concuerda con la tendencia histórica y social que acabamos de destacar en el párrafo anterior.

Aunque no siempre resulte visible, al menos en los primeros momentos del conflicto, va a ir creciendo en importancia la acción de aquellas corrientes que pretenden conformar el mundo según sus prejuicios, sus planes utópicos, sus esquemas arbitrarios y sus pseudoprincipios. Se trata de corrientes de pensamiento y movimientos políticos de inspiración subversiva, racionalista, positivista, particularista, individualista, igualitarista y materialista. Son corrientes ideológicas que, manejando una hermosa fraseología de tolerancia, igualdad, democracia, respeto a los derechos humanos, humanismo radical (endiosamiento del hombre), fraternidad sin fronteras y paz universal, siembran el odio, el rencor, la animadversión, el resentimiento, la violencia y el vandalismo, siendo capaces de las más brutales crueldades y monstruosidades para acabar con sus enemigos, y poniendo en práctica con especial fruición una feroz política de venganza, depuración y represión cuando alcanzan la victoria en su lucha por el poder, llegando incluso al genocidio y al exterminio de cientos de miles de seres inocentes e indefensos.

La vida europea va siendo minada por un radicalismo que recoge todos esos virus letales y los expande por doquier con un impulso fuertemente fanatizado como si se tratara de un nuevo evangelio redentor. Alcanzan así su máximo auge ese racionalismo, ese positivismo, ese particularismo, ese individualismo y ese materialismo que están en la raíz de la crisis de la civilización occidental. Fenómenos todos ellos que suponen la negación de los principios universales, de índole espiritual y trascendente, que son los únicos que pueden asegurar el orden y la paz tanto a nivel nacional como internacional.

Aunque pueda parecer una contradicción, dado el fuerte impacto que en ese momento histórico tienen las corrientes nacionalistas, no puede perderse de vista la soterrada proyección mundial o mundialista, internacionalista, que tiene la ideología progresista, democratista y jacobina que jugará un papel decisivo en el desencadenamiento de la Gran Guerra. Se trata, en gran medida, aunque se mezcle con otras tendencias muy dispares (como, por ejemplo, el nacionalismo monárquico y antidemocrático de Charles Maurras), de un nacionalismo de inspiración revolucionaria que desearía ver instaurados a nivel mundial sus ideales y quimeras.

Este progresismo de clara influencia masónica (de la peor Masonería, la de orientación modernista, profana, subversiva y antitradicional) siente un odio visceral hacia las estructuras tradicionales, feudales, orgánicas, comunitarias, con hondas raíces históricas y religiosas, que subsisten en Europa. Y, por consiguiente, está movido por una fuerte tendencia antiimperial, que es también antigermánica. Los Imperios centrales, el alemán y el austro-húngaro –con sus instituciones que vienen de siglos atrás, su jerarquía, su capacidad para armonizar unidad y diversidad, los lemas de sus estandartes (con solemnes referencias a Dios), su insistencia en el honor y la lealtad dinástica, los lazos emotivos y morales que unen el conjunto dándole una gran cohesión–, los ve la mentalidad progresista no sólo como una decrépita y molesta herencia medieval, un estorbo ya inservible, sino también como un peligro siempre amenazante, un monstruo hostil que hay que destruir y eliminar de raíz.

El odio dirigido contra la idea imperial, como orden sacral constituido por una comunidad supranacional, se ve alimentado por dos principales factores presentes en la ideología progresista que se ha ido imponiendo en la Europa de principios del siglo XX: se la considera, por un lado, antidemocrática, la negación misma de los sacrosantos principios democráticos, no siendo compatible con la inspiración individualista, igualitarista, inorgánica y uniformizadora de la ideología democratista; y, por otro lado, por su misma naturaleza supranacional, la idea imperial va radicalmente en contra de todo el clima mental y sentimental del nacionalismo (o si se prefiere, del particularismo nacionalista, cuyas raíces se remontan a la Baja Edad Media, en la rebeldía contra el Imperio de muchos centros locales de poder en determinadas regiones de Europa). .

Como abanderada de tal ideología progresista y democratista, niveladora y desintegradora, aparece en primer lugar la Francia republicana, laicista y masónica. Esta Francia jacobina, heredera directa de la Revolución Francesa, con su hostilidad hacia el oscurantismo y despotismo imperial centroeuropeo, encontrará una excelente aliada en Serbia, la nación eslava de los Balcanes, que está invadida por un nacionalismo exaltado y violento, subversivo, populista y germanófobo, con un fuerte componente antimonárquico y de inspiración casi anarquista (uno de los primeros reyes serbios, Alejandro I, fue asesinado en 1903), y que lleva tiempo incubando un odio furibundo contra el Imperio Austrohúngaro, al que considera opresor de otros pueblos eslavos y aliado de los turcos. Hay que hacer notar que la nación serbia poseía una monarquía (por sus orígenes, sus alianzas y sus vínculos con las fuerzas surgidas de abajo, del inframundo revolucionario) que más bien parecía una regencia republicana o una república coronada.

La propaganda francesa consiguió presentar a Serbia como el pequeño baluarte de la libertad en los Balcanes, siempre amenazado por la ambición imperialista de naciones vecinas mucho más poderosas. Entre Francia y Serbia se estableció una estrecha relación de solidaridad y fraternidad como hermanas en la lucha heroica y sagrada contra la tiranía (l’étendard sanglant de la tyrannie, “el estandarte sangriento de la tiranía”, cantado en la Marsellesa, el himno nacional francés); tiranía que ambos países ven encarnada en las potencias imperiales de estirpe germánica. De acuerdo al mensaje construido e impuesto por la propaganda francesa, atacar o amenazar a Serbia significaba atentar contra la libertad, algo que todas las naciones civilizadas estaban obligadas a evitar por todos los medios, incluso mediante la guerra si fuera preciso.

A este frente antiimperial se unirán después Italia y Rumanía, también animadas por el rencor contra el Imperio austríaco que tiene “sometidos” a núcleos de población tanto italiana como rumana, así como los Estados Unidos, cuyo Presidente, el ingenuo idealista democratizador Woodrow Wilson –no tan ingenuo ni tan idealista como suele decirse– se siente el defensor de la libertad a escala universal. Movido por su mesianismo liberador y democratizante, y espoleado por el grupo radical que le rodea, el Presidente Wilson –con una orientación por otra parte muy americana, dada la mentalidad antimonárquica y antiimperial dominante en el país desde su fundación– siente una especial aversión hacia los Imperios centrales, alemán y austriaco, lo cual le llevará a buscar a toda costa una implicación en la guerra europea. Para Wilson y sus colaboradores o asesores, como en general para el pueblo norteamericano, tanto la idea imperial como la idea monárquica sacral que lleva conexa constituyen un anacronismo, una antigualla opresiva que debe ser erradicada para que el mundo y las naciones puedan vivir en libertad, con felicidad y prosperidad aseguradas. A ojos del Gobierno norteamericano, la eliminación de los Imperios centroeuropeos constituye por tanto un requisito indispensable para el avance del progreso, ese progreso que los Estados Unidos han impreso en sus banderas y constituye su sagrada misión en la Historia.

No faltarán, sin embargo, voces haciendo notar a Wilson que en el bando aliado, hacia el que se inclinan sus simpatías, hay también dos imperios, muy poderosos, con sendas monarquías de larga tradición y con una mayor extensión territorial, superiores en muchos aspectos a los dos imperios germánicos de Centroeuropa, y además con políticas mucho más agresivas y opresivas: el Imperio británico y el Imperio zarista ruso (baste recordar el trato que recibían los judíos en Rusia). Como más de un comentarista lúcido señalará al Presidente yanqui metido a redentor mundial, constituía ciertamente una llamativa incongruencia el mantener una postura de visceral y declarada enemistad hacia dos potencias imperiales, como Alemania y Austria-Hungría, por el hecho de ser tales, y estar dispuesto a ir a la guerra contra ellas para acudir en ayuda de otras dos potencias asimismo imperiales o imperialistas, cuya trayectoria podría resultar cuando menos igual de censurable o criticable.

Y esto, por no mencionar el imperialismo colonialista francés, tan extendido y poderoso en toda África, por muy republicano y democrático que se presentara su Gobierno en la metrópolis parisina. Y, sin ir más lejos, el mismo imperialismo norteamericano, con orígenes más recientes, que se fue extendiendo de modo arrollador por el continente americano y el Pacífico, sobre todo tras sus guerras con España y otros países hispanoamericanos.

En este orden de ideas, no puede desconocerse otra importante corriente internacionalista subversiva, también progresista, que ha tenido siempre un papel relevante en los conflictos bélicos: la internacional capitalista, el mundo del Dinero, de la Banca y las Finanzas. Una internacional obsesionada asimismo con la nivelación universal, con hacer tabla rasa con todo lo heredado del pasado, con socavar identidades y tradiciones que se oponen al “progreso”, y que busca someter a los pueblos y las naciones, reducirlo todo a las leyes del mercado y convertir cualquier realidad en mercancía. Una internacional muy poderosa, expansionista e imperialista, para la cual las monarquías firmemente asentadas y los imperios con fuerte autoridad unificadora –salvo, al parecer, el Imperio británico, que está íntimamente asociado al capitalismo y el poder financiero, habiendo crecido y prosperado ambos al unísono– constituyen un obstáculo para la implantación de su poder omnímodo, despótico y antinacional, sobre los pueblos y las naciones.

Es la sombra siempre acechante de la plutocracia con su aspiración al dominio mundial. Habría que volver a leer, entre otros, el libro del inglés Robert McNair Wilson Monarchy or Money Power (publicado en español con el título “La Monarquía contra el poder del Dinero”). Sobre este tema puede consultarse también la esclarecedora obra del autor ruso George Knupfer The struggle for World Power (“La lucha por el poder mundial”). En ambas obras se ponen de reliévelas turbias maniobras de la Finanza internacional en la política mundial, en la ominosa labor de provocar, encender y financiar guerras y revoluciones.

En la disyuntiva de “la bolsa o la vida”, la plutocracia, con su aspiración siempre internacional y mundialista, sacrifica la vida a la bolsa, da prioridad a la bolsa o el oro sobre la vida, especialmente cuando lo que está en juego es la vida del pueblo explotable y explotado, las vidas de pueblos y naciones. Y si la vida que se inmola, esa sangre que se derrama en los campos de batalla, arrojan, con su cruento sacrificio, grandes beneficios o más sólidas posiciones de poder, mejor que mejor, aunque ello suponga que se pierden cientos de miles de pobres, insignificantes y mezquinas vidas de seres humanos. Para la plutocracia las vidas humanas son una mercancía más, cuyos réditos o rendimientos financieros hay que optimizar al máximo.

Esa internacional del dinero, del oro, de la banca, del capital y las finanzas, ha tenido sus principales plazas fuertes en los países anglosajones, Inglaterra y los Estados Unidos, Londres y Nueva York. En los últimos tiempos sobre todo en el gran país norteamericano, donde tiene su centro o capital mundial: la capital del capital (o de los capitales), la cima de los poderes financieros. Lo cual explica en gran parte la postura de los Estados Unidos en la Guerra del 14.

Ya en los años previos a la contienda, se elevaron numerosas voces alertando sobre las intrigas de la Alta Finanza, siempre interesada en la perspectiva de buenos negocios y horizontes futuros de grandes ganancias que puede ofrecer una guerra. A este respecto, el Cardenal Farley, Arzobispo de Nueva York, advertía en los años previos a la contienda: “La guerra que se está preparando será una lucha entre el Capital internacional y las dinastías reinantes. El Capital no quiere tener a nadie por encima de él, no conoce ningún Dios ni Señor y desearía que todos los estados y naciones se gobernaran como negocios bancarios”.

El mensaje ideológico de tales corrientes democratistas, iluministas, laicistas, jacobinas y niveladoras, socavadoras del orden tradicional y adoradoras del “becerro de oro”, actuaba ya desde hacía mucho tiempo en el subconsciente colectivo de las masas europeas, con un intenso aparato propagandístico, haciendo mella en las élites intelectuales y en numerosos círculos dirigentes del mundo occidental. Ninguna nación se libró de tan grave y letal intoxicación. Y por supuesto tampoco Alemania, Austria, Hungría o Rusia.

A la acción propagandística, agitadora e intoxicadora de este democratismo progresista, hay que atribuir el éxito de esa idea, imagen o creencia fuertemente arraigada en la opinión pública, con una convicción cuasi-religiosa, según la cual el triunfo de las potencias aliadas sobre los Imperios centrales en la Gran Guerra constituyó una gran victoria de la libertad y de los más altos valores, un grandioso paso adelante en la Historia de la Humanidad.

Aunque aquí interviene también, de forma decisiva, la propaganda inglesa, que consigue presentar a Gran Bretaña como la gran potencia defensora de la libertad a lo largo de la Historia. Con gran acierto y una ejemplar objetividad, un historiador inglés de mediados del siglo XX, cuyo nombre no puedo recordar, en un sesudo libro sobre filosofía de la Historia, señalaba que la historiografía inglesa había conseguido imponer dicha idea en los estudios históricos, hasta tal punto que las acciones llevadas a cabo por el Imperio británico para defender sus intereses e imponer y expandir su poder en el mundo, incluso las más brutales y cínicas (las guerras del opio en China, las represiones sangrientas en la India, la cruel y despiadada lucha contra los Boers en Sudáfrica, el apoderarse por la fuerza de territorios de otras naciones, como Gibraltar o las Malvinas, etc.), eran presentados como una contribución al avance y afianzamiento de la libertad, como un paso decisivo en la construcción de un mundo más libre.

En este bloque o conglomerado ideológico, junto al nacionalismo más virulento, hay que situar asimismo el internacionalismo de corte revolucionario, anarquista, socialista o comunista. Aunque en los prolegómenos de la guerra el Socialismo se declara pacifista y antimilitarista, contrario a la guerra, se trata de un movimiento que está inspirado por el mismo igualitarismo democratista, el mismo individualismo disolvente (aunque en este caso de signo colectivista: el centro de su visión del mundo es el individuo colectivo, tratándose de un individualismo clasista que exalta por encima de todo, cual macro-individuo selecto y privilegiado por el destino, a la clase proletaria constituida por una masa de individuos sin raíces), la misma actitud materialista y la misma fe en el progreso material, el mismo culto a la economía y a la producción industrial, el mismo odio hacia los restos o residuos de la antigua Europa feudal, cristiana, monárquica y aristocrática.

La orientación antiimperial late con fuerza destructiva en los dirigentes y militantes de los movimientos revolucionarios, actuando más tarde como un ingrediente más en las turbulencias del conflicto bélico. Lenin, en un escrito publicado con anterioridad a la guerra, había proclamado con toda claridad que el objetivo de la revolución comunista era acabar con los tres imperios que todavía existían en Europa: el alemán, el ruso y el austríaco (curiosamente no mencionaba al británico). Justamente lo que acabó sucediendo en la atmósfera tormentosa y tenebrosa de la Gran Guerra. Sus palabras resultarían proféticas.

La revolución bolchevique, después de haber enviado los alemanes a Lenin a su país en un tren blindado –un grave error, que luego pagarán caro–, provocará la caída del Zarismo y hará que Rusia que se retire de la guerra, firmando la paz con Alemania. Posteriormente la revolución roja se extenderá a Alemania, que se verá obligada a rendirse al estallar violentamente ese frente rebelde y subversivo interno –el pago a su torpe iniciativa anterior al manejar al leninismo en su provecho–, y también a Austria y Hungría, estableciéndose en este último país el sanguinario régimen comunista de Bela Kuhn.

4.- Crisis y colapso de una civilización desprincipiada.

Hasta ahora nos hemos detenido en la descripción y el análisis de los aspectos más visibles y aparentes del terrible capítulo en la Historia humana que fue la Guerra del 14 aquellos que aparecen claramente ante nuestros ojos, que ocurren en la superficie y de los cuales da cuenta la narración histórica. Yendo ahora más al fondo de la cuestión, hay que decir que la raíz última de este mortífero conflicto, el primero de ámbito mundial y con una potencia destructiva hasta entonces desconocida, está en la crisis espiritual, intelectual y moral de Europa y de Occidente. Se trata de la inevitable explosión de una sociedad enferma.

En los orígenes de esta inmensa tragedia hay una causa más profunda que suele ignorarse, pero que con gran sagacidad supieron diagnosticar algunos eximios intelectuales europeos, a los que no se prestó la menor atención (ni se presta actualmente). Por encima, o quizá sería más exacto decir por debajo, de la fiebre nacionalista y de las tensiones entre las naciones, hay un mal mucho más grave, menos visible, subterráneo y letal, que ha ido minando la vida de los pueblos y naciones de Europa y que ahora, en 1914, da sus frutos amargos y sangrientos. Aunque tal dolencia se pase por alto y no se sepa ver con claridad –desconociéndola por completo la propaganda, como no podía menos de ser–, ahí está la clave para entender un fenómeno tan monstruoso y de tan enorme repercusión histórica. La enfermedad que desde hacía tiempo corroía a la civilización europea no podía sino desembocar en una catástrofe de dimensiones gigantescas.

La Primera Guerra Mundial no es sino una manifestación más, gravísima, de la crisis en la que se halla inmersa desde siglos atrás la civilización occidental. Con todo su horror, con las terribles destrucciones que produjo y el inmenso sufrimiento que acarreó en toda Europa, la Guerra del 14 no hizo más que poner de manifiesto el mortal veneno que carcomía a Europa y a Occidente, un envenenamiento que todavía seguimos padeciendo y al que nadie se ha esforzado en poner remedio (o, para expresarlo con mayor exactitud, muy pocos son los que lo han intentado). Y no es sólo que no haya habido esfuerzos para detener, curar o remediar tal envenenamiento o intoxicación de las mentes; es que ocurre más bien todo lo contrario: los esfuerzos han ido y van dirigidos a intensificar y agravar ese terrible mal colectivo.

Lo que hace implosión en la Gran Guerra es el vacío, la miseria, la corrupción, la negatividad y el potencial demoledor de una civilización sin fuste y sin norte. Una civilización profana y descreída, samsárica, fáustica, titánica y prometeica, hundida en el puro devenir (la angustiosa y torturadora rueda del Samsara, con su perpetuo girar), que ha perdido todos los goznes y puntos de referencia esenciales. Es una civilización que, con su ansia de conquistas materiales, ha ignorado por completo la dimensión espiritual de la vida, ha roto los vínculos con la Trascendencia, se ha alejado de Dios, de lo Absoluto, de lo Incondicionado y Eterno, del Principio que rige y anima la vida. Se trata de una sociedad y una forma de vida caracterizadas por ese impulso radical definido como “la huida de Dios”, “la huida del Centro” o “el olvido del Ser”, según señalaran, entre otros, Martin Heidegger, Max Picard, Henri de Lubac y Hans Sedlmayr.

En la Guerra del 14 estalla y salta hecha añicos la civilización que, engreída y llena de soberbia, creía ser la más avanzada y humana de la Historia, considerándose la cima del progreso y de la evolución humana. Es una civilización profundamente desintegrada, en la que impera una auténtica desintegración atómica, como no podía menos de ser, constituyendo su ideal y fundamento el individuo atómico o atomizado, un ente aislado, desarraigado y desvinculado, sin vínculos profundos. Una civilización sembrada de antivalores que operan como minas soterradas y dispuestas a explotar en cualquier momento. Una civilización activista (con la carga de agitación y violencia que conlleva la acción desenfrenada), positivista, descreída y mundana, hedonista, hundida en la pura horizontalidad sensible y material, abierta a las fuerzas tenebrosas del mundo inferior (el mundo infernal, el inframundo o mundo de abajo, el fondo abismal en el que se incuba la conspiración contra lo humano y lo divino). Una sociedad supercivilizada, tecnificada y mecanicista, en la que se ha impuesto arrasadoramente la tendencia civilizatoria sobre la verdadera cultura, sobre el cultivo integral del ser humano (en su totalidad física, anímica y espiritual).

La Europa que se desgarra violenta y trágicamente en la Primera Guerra Mundial es la heredera, continuadora y consumadora entusiasta de la Ilustración, del Siglo de las Luces, de la Revolución Francesa, con todas sus nefastas secuelas, lacras y miasmas. Hay que tener siempre presentes las riadas de sangre y las espantosas atrocidades que trajo consigo la gloriosa Revolución de 1789, primero en Francia y más tarde en toda Europa. Y lo mismo cabe decir de los terribles estallidos que luego vendrán como consecuencia de dicha Guerra del 14 y serán su continuación –hay que volver a insistir en que las dos guerras mundiales no son, en realidad, sino dos capítulos de una misma gigantesca y monstruosa Gran Guerra cuyos efectos todavía sufrimos–. En 1914 quiebra, revienta y hace implosión la orgullosa vanidad de una civilización profana y profanadora, surgida de la filosofía ilustrada o iluminista, que cree que lo puede todo, que está convencida de poder dominar el mundo y que pretende someter la realidad a sus esquemas caprichosos, a su despótica y corrosiva razón, dando la espalda a la verdadera racionalidad y a la Sabiduría tradicional acumulada, heredada y trasmitida a lo largo de siglos.

Lo que se oculta tras las corrientes, los fenómenos y los fermentos negativos que antes hemos analizado –nacionalismos, odio entre naciones, materialismo cientifista y economicista, fanatismo ideológico, progresismo destructor de las más sólidas realidades sociales e históricas–, lo que está en el origen de todos ellos, lo que les hace crecer de forma imparable y les da toda su virulencia, es la pérdida de los principios. La Europa de 1914 es una Europa completamente desprincipiada, sin principios, carente de auténticos y verdaderos principios, que son siempre de naturaleza trascendente, con un origen no-humano o suprahumano: no pueden ser en modo alguno inventados, ideados ni creados por los seres humanos; pueden ser únicamente descubiertos, reconocidos, aceptados y asumidos. Los principios no pueden en modo alguno ser descubiertos, dilucidados, decididos ni impuestos democráticamente, ni tampoco por ningún otro poder arbitrario de cualquier índole, totalitario, aristocrático o monárquico.

La moderna civilización europea-occidental, o para expresarlo más exactamente el conglomerado humano que la ha forjado y la sostiene, no conoce ni reconoce más principio que su propio ego, su yo narcisista, erigido en dueño y señor de la Historia. Un yo colectivo que se considera el único creador legítimo de principios y valores. Se trata de una civilización sin principios, desprincipiada en el más pleno y exacto significado de la palabra, porque se ha alejado del Principio, el Principio Supremo, el Principio Uno y Eterno, el Principio principiador que sostiene, inspira y anima, rige y regula todos los principios que necesita la existencia humana, dándoles su legitimidad, su fuerza y vigencia vinculantes. Principios sin los cuales las diversas formas de organización o de expresión vital (religiosa, política, social, cultural) a las que dé vida el ser humano no podrán crecer, florecer y funcionar de manera legítima, justa, ordenada, sana y normal. La Humanidad necesita tales principios, de raíz trascendente, al igual que necesita el aire para respirar, el alimento para nutrirse, una casa en la que vivir o un lecho en el que descansar y dormir. Para poder desarrollarse con normalidad, la vida tiene que estar principiada.

Siendo una civilización desprincipiada, la moderna civilización europea-occidental era y sigue siendo una civilización deslogizada, esto es, desvinculada del Logos, ese Logos que es Verbo o Palabra y Razón, que Heráclito identificaba con el Fuego originario que rige el Orden cósmico y es fuente de toda vida. Se perfila, por tanto, como un conglomerado histórico y civilizatorio que se ha alejado del Logos que es Principio de unidad, de estabilidad, de luminosidad, de inteligencia y racionalidad, de normalidad, de autenticidad, de armonía y musicalidad vital. Aunque suene parecido, la voz “deslogizado” es justo lo contrario de “ideologizado”. Precisamente, una sociedad sólo puede estar fuertemente ideologizada, como ocurre con la sociedad actual, cuando se ha deslogizado, cuando ha perdido por completo la conexión con el Logos. La desideologización es el paso necesario e imprescindible para que una sociedad o una civilización enfermas inicien el proceso de curación de su enfermedad, recuperen el nexo vivo con el Logos, con sus normas racionales y sus criterios lógicos, y retornen así a los cauces normales de vida.

En el ambiente fuertemente desprincipiado y deslogizado, pero cada vez más ideologizado, de la Europa anterior a la Gran Guerra, e igualmente en el de América, los principios espirituales que deben guiar la vida humana y darle el necesario fundamento habían sido sustituidos por dogmas ideológicos, como los pseudoprincipios de la ideología democratista, los llamados “inmortales principios” proclamados en 1789, con su triple lema “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Dogmas ideológicos que van a ir inevitablemente acompañados por la adoración del “becerro de oro”, el culto al progreso económico y material, como antes hemos indicado. Son todos ellos elementos que configuran lo que podríamos llamar “el Anti-Principio” o “el Anti-Arké”.

La veneración idolátrica de infundados e insustanciales pseudoprincipios genera unas sociedades y unos sistemas políticos hipócritas. Se implanta un régimen que es la hipocresía legalizada. La sociedad moderna, tan ufana de sus avances democráticos y progresistas, es una sociedad hipócrita que se recrea y regodea en su propia hipocresía. La falsedad es erigida en norma de vida, pero teñida con el color de las mejores intenciones y los más bellos ideales (en apariencia, por supuesto; pues en realidad no son tan ideales ni tan bellos). La mentira se convierte en la sustancia nutricia de las mentes. La vida social deviene una maraña de pseudoideas (el llamado pensamiento débil), palabras huecas y lemas vacíos; una enmarañada jungla repleta de trampas y en la que todo es falso. Las palabras ya no tienen la fuerza de la palabra verdadera, alterándose su significado a capricho. Se introduce una neolengua o neojerga que altera y deforma todos los significados. La verdad queda proscrita, reprimida e ilegalizada, siendo perseguida como algo herético, peligroso y subversivo. Se proclama la tolerancia, la libertad de expresión y el respeto a las opiniones, mientras se persigue con saña a cualquiera que ponga en duda los pseudoprincipios y dogmas del sistema.

Esa civilización desprincipiada, titánica, que crecía con fuerza imparable y que se consideraba invencible e indestructible, autoproclamándose la cumbre triunfal de la Historia, no es sólo una civilización sin principios; es también una civilización sin mesura. Al perder los principios ha perdido también la medida, la norma, la mesura, la moderación, la prudencia, el quicio, el juicio y el sentido, el sano criterio, la sindéresis, la ecuanimidad, el equilibrio y la armonía, condiciones indispensables para conseguir el orden, la paz y la estabilidad. Ya no tiene ni es capaz siquiera de comprender lo que las antiguas culturas tradicionales de Oriente y Occidente llamaban “el Centro áureo”, el punto medio de estabilidad y equilibrio.

Ha perdido, en definitiva, el Centro: el Centro invisible y omnipresente en torno al cual gira, se articula y organiza la existencia; el Axis Mundi o Eje del Mundo, la Vertical que uniendo Cielo y Tierra crea las condiciones del orden y la paz; el Eje vertebrador que forja cualquier forma de unidad, de integración y solidaridad en la realidad humana. Y por eso mismo, es una civilización excéntrica, desaxiada, descentrada y desquiciada, que no está ni puede permanecer nunca estable y serena, y no se mueve tampoco de forma rítmica y armónica, en sintonía con el ritmo cósmico. Como consecuencia de todo ello, ha quedado dominada por la desmesura, por una hybris que nada respeta y todo lo arrolla, y no se da cuenta, como bien apuntara el teólogo Paul Tillich, de que está asentada sobre un volcán a punto de hacer erupción.

Para decirlo con otras palabras, se trata de una civilización y una humanidad que se han rebelado contra el Nomos, el Fas de la cosmovisión romana, el Asha o Arta, el Rita o Dharma, la Maat (Justicia-Verdad) de los antiguos egipcios, lo que la tradición china llama “el Mandato del Cielo” (Tien-Ming), esto es, contra la Norma esencial, central y axial que hace posible que la vida esté equilibrada y armonizada; Norma sin la cual la existencia se hunde en el caos, se desintegra y corrompe, cae en la inhumanidad y se abren en ella las puertas para que irrumpan las fuerzas abisales, demoníacas, tifónicas, nefásicas, nefastas y nefandas, con toda su potencia destructiva. Y por supuesto, la rebeldía contra la Norma desemboca en la rebeldía contra todas las normas, contra todo principio o criterio normativo, o lo que es lo mismo, contra toda forma de autoridad (autoridad moral, intelectual o espiritual).

Como resultado de esa carencia de principios, de ese alejamiento del Centro y el Principio axial, de esa rebeldía contra la Norma y el Orden, se desmoronan los valores, que se ven sustituidos por los antivalores o contravalores, los cuales se van extendiendo y afianzando en la sociedad hasta invadirla, impregnarla y dominarla por completo. Y esos antivalores son el germen seguro de toda clase de choques y conflictos, preparando el terreno para los más crueles enfrentamientos entre los seres humanos. La moderna civilización titánica, al estar envenenada por el desamor, el odio y el rencor, no podía sino ir directa y violentamente contra los valores, pues, como certeramente apuntara Ortega y Gasset, “el odio es un afecto que conduce a la aniquilación de los valores”.

Debido a la apuntada ausencia de verdaderos principios, en los inicios del siglo XX la moderna civilización occidental se halla completamente dominada por las tendencias rajásica y tamásica, o sea, centrífuga y catagógica, expansiva y descendente, agitadora y oscurecedora, movilizadora e inercial, respectivamente (rajas = agitación, movimiento, frenesí, impulsividad, actividad desenfrenada, agresividad, violencia, superficialidad, tendencia a alejarse del centro, exteriorizante o exorbitante, excentricidad y extroversión; tamas = inercia, pesantez, tendencia hacia abajo, caída y depresión, estupidez, somnolencia, sopor, desgana, crueldad, oscuridad y tinieblas).

Estas dos tendencias, al hacerse dominantes, superponiéndose a la otra fuerza o tendencia cósmica, la de rango superior, la sátvica (satva = verdad, luz, inteligencia, paz, centralidad, armonía, unidad, tendencia anagógica y centrípeta, verticalidad, impulso hacia lo alto), ocasionan un evidente desorden, una grave anomalía. Como consecuencia de tal desorden, todo queda trastocado. Por un lado, quiebra, se rompe y desaparece la línea vertical que conecta con lo Alto, con el Cielo, con la Trascendencia, y por la cual desciende la Luz que ilumina la vida. Es la perpendicular luminosa que coincide con e Eje o Axis Mundi, el Logos que es Lux y Lex, Luz y Ley, pero también Lugar de encuentro, de concordia, de unión de los corazones (las mentes y las inteligencias).

Veo un símbolo clarísimo, luminoso, en la verticalidad de esa letra L que es la inicial no sólo de la misma voz Letra (que representa y simboliza la Cultura), sino también y sobre todo de la palabra Logos (que no olvidemos significa “palabra”), siendo además la primera letra de Línea (la vertical que pasa por el Centro), Luz y Ley, Lazo (que enlaza, une y vincula), Lengua (el lenguaje y la palabra), Libertad y Liberación, Lanza (que apunta enhiesta y se lanza hacia lo alto), Lábaro (que se alza vertical cual Eje armonizador), Límites (que hay que respetar), Locución (acción o manera de hablar; del latín locutus), Léxico (conjunto de las palabras de una lengua o idioma), Lectura (lectura correcta y sabia del mensaje que envía la realidad), Lámpara, Lumbre (el Fuego del Logos, que calienta y alumbra), Leticia (Alegría) y Llama (el fuego del Amor, Love y Liebe, que da la Vida, Life y Leben). Al quebrarse esa línea vertical iluminadora sobreviene una terrible oscuridad, que afecta a todas las dimensiones de la vida. Es como si la Vida (Life, Leben, Liv) viera quebrarse su L inicial y lumínea que la alinea, labra, liga y libera, o como si se cerrara la generosa y receptiva abertura de esa V suya que es vaso abierto al Cielo, a la Luz del Logos.

Pero, por otro lado, como resultado del desorden introducido en la existencia por el predominio de las dos tendencias inferiores (rajas y tamas), sobre la tendencia superior, más pura y más noble (satva), la civilización y la sociedad se alejan cada vez más del Centro, ese Centro espiritual y sagrado que es fuente o manantial de luz, sentido y razón; que es capaz de poner claridad, equilibrio, sentido y racionalidad en las cosas, en las acciones, en las ideas y los sentimientos, y sin el cual todo cuando pueda hacer o idear el ser humano cae en la oscuridad, en el desequilibrio, en el sinsentido, en la sinrazón y el absurdo. Al perder el Centro, al distanciarse de él, todas las energías tienden hacia la periferia, hacia lo superficial y efímero, hacia lo insustancial y trivial, cayendo incluso en lo inmoral y lo infame, en la violencia y la barbarie.

Y al darse estas tan deplorables circunstancias, al quedar espiritualmente a oscuras y al alejarse compulsivamente del Centro y dirigirse acentuada y progresivamente hacia la periferia, la civilización en la que se mueven y de la cual se nutren los individuos, las sociedades, los pueblos y las naciones, todas estas formas de existencia tanto individuales como colectivas (nacionales, culturales, étnicas o raciales), no pueden sino chocar violentamente y relacionarse de forma desconfiada, hostil y agresiva. No hay que perder de vista que la periferia es la zona del puro devenir, de lo fenoménico, lo superficial, lo banal, lo frívolo, lo excéntrico, la agitación, lo contradictorio, lo nocivo y lo violento. Una vida volcada hacia lo exterior y periférico está condenada a sufrir incesantes roces, disputas, desencuentros, fricciones y frustraciones. A lo cual se añade que, a causa de la decadencia de los valores, con la consiguiente irrupción de los contravalores, fenómeno derivado asimismo de la pérdida del Eje y Centro, se desarrollan y crecen de forma exponencial en los grupos humanos todos los impulsos negativos, los peores y más bajos instintos.

No habrá pasado desapercibido, pero no estará de más aclararlo para disipar cualquier duda, que cuando hablamos del Principio, el Centro, el Eje, la Norma o el Orden, nos estamos refiriendo a una misma cosa: Aquello que es en sentido eminente (Sat) y que incluso está por encima del ser (como Supra-Ser); Aquello o Eso (Tat, That) que da el ser a todos los seres y de donde brota todo lo que es o existe; Aquello o Eso que constituye la base, la razón de ser, el cimiento y el cemento, la esencia y la sustancia, el fluido y el sustrato, la sima y la cima de la Creación y de la Vida, de la Existencia o Manifestación universal.

Estamos usando, en realidad, palabras y nombres distintos para expresar una misma, al tratar de hacer comprensible, inteligible y asequible, dentro de las limitaciones del lenguaje, lo que significa el Principio, aun sabiendo que estamos intentando expresar lo Inexpresable, lo que está más allá de toda palabra y de todo concepto. Podemos usar otras muchas formas de llamarlo: Dios, la Divinidad, el Ser Supremo, el Creador, el Padre-Madre del Universo, el Cielo, el Sumo Bien, el Logos, la Razón divina (superna y fundante), la Unidad suprema (en la que se basa toda unidad y toda armonía),el Fin último (hacia el que todo tiende), el Fundamento, la Fuente de todo bien, el Manantial del ser, la Raíz que sustenta y da vida al Orden cósmico, el Sentido (que da sentido a todo), el Origen, la Causa de las causas, el Valor supremo (del que emanan todos los valores), el Sol eterno, la Verdad (que sustenta todas las verdades), lo Absoluto, lo Infinito y Eterno, la Trascendencia (que es también Inmanencia presente en el Cosmos), lo Incondicionado, la Totalidad o el Todo (fuera del cual no hay nada), la Eterna Sabiduría, el Misterio supremo (que todo lo envuelve, ilumina y aclara). Son formas diversas de referirse a la Realidad suprema y última, lo Supremamente Real, la Realidad omnipresente que sostiene, rige y anima toda realidad.

El distanciamiento o pérdida del Centro resulta, por tanto, mucho más grave de lo que pudiera parecer a simple vista: significa un olvido y desprecio de la Realidad, de la Realidad absoluta que mantiene, alienta y hace posible cualquier forma de realidad (más o menos consistente, más o menos importante, más o menos elevada; más o menos llena de significado). Vivir de espaladas a esa Realidad primordial, originaria y fundante (Urwirklichkeit), es vivir también de espaldas a la realidad que forma nuestro entorno vital y que no es sino su manifestación y expresión, el marco en el que se manifiesta, descubre, muestra y revela dicha Realidad trascendente. Semejante postura se traduce, en definitiva, en un vivir ciego a la realidad, un distanciarse de la realidad en todas sus formas y dimensiones, alejándose por ende la vida tanto de la realidad cósmica como de la misma realidad humana. No sólo distanciarse o alejarse de tales dimensiones de lo real, sino también enfrentarse a ellas, dirigirse contra ellas de forma más o menos consciente. Es vivir de espaldas a nuestra propia realidad, a nuestro verdadero ser, a nuestra naturaleza esencial.

Cuando los seres humanos dan la espalda a la Realidad suprema, o lo que viene a ser lo mismo se apartan del Principio y del Ser, pierden el sentido de la realidad y se ven inmersos en una atmósfera de irrealidad, en la cual resulta difícil vivir y que convierte al Mundo en un lugar inhóspito, inhumano y amenazador. Ya no ven claras las cosas ni saben orientarse. Se hunden en un mundo irreal, un auténtico inmundo o antimundo propio de ilusos o alucinados: no saben ya valorar lo realmente valioso, que menosprecian, dirigiendo en cambio su mirada a cosas insignificantes y sin verdadero valor; dan la espalda a la realidad que les rodea y mantienen en consecuencia una pésima relación con esa realidad que es su entorno vital; prefieren lo imaginado, soñado o mentalmente ideado a lo real; no ven los peligros y amenazas reales que se ciernen sobre ellos; presumen de ser muy realistas cuando la realidad es que viven en una burbuja de antirrealidad y de fantasía ilusoria, guiándose por engañosos espejismos; confunden lo real, lo verdadero y lo auténtico, con lo material, con lo visible, tangible o comprobable mediante los sentidos (consideran que es esto lo que tiene existencia real, verdadera y efectiva, lo que goza de indudable permanencia y consistencia, poniendo en ello toda su fe), rechazando así como irreal e ilusorio lo invisible, lo inmaterial, lo suprasensible, lo que no ven o no son capaces de ver con sus ojos físicos ni pueden tampoco captar con sus mentes obtusas, nubladas y contaminadas por la ignorancia, por la avidya, que es lo más contrario que quepa imaginar de la visión recta, clara, objetiva y realista de las cosas.

La pérdida de los principios y su sustitución por dogmas o pseudoprincipios no hubiera sido posible sin otro de los grandes males de la moderna civilización individualista, racionalista, cientifista y materialista: la quiebra de la razón y de la inteligencia. Lo que se traduce en el descenso del nivel intelectual y el auge de la irracionalidad, de la emotividad y el sentimentalismo. Un mal ligado al ocaso y la pérdida de la Sabiduría, que es la que ilumina a la razón y a la inteligencia humanas, haciendo que en el individuo despierte el Intelecto o Razón trascendente, el Ojo del Corazón, la gran facultad suprarracional, de índole espiritual.

Como resultado de tal declive de la inteligencia, la intelectualidad y la sabia visión de la vida, nos encontramos con mundo progresiva y acentuadamente oscurecido. Ese mundo sin razón ni inteligencia, hundido cada vez más en su propia demencia, en su necedad y su ignorancia, es el monstruo forjado por el racionalismo de la Ilustración, la Aufklärung o Enlightenment, con su endiosamiento de “la razón”, la pura razón discursiva, analítica, deliberante, diseccionadora, discutidora, separativa y discriminadora, calculadora y controladora, o sea, la estricta facultad racional, la cual, desgajada de su raíz suprarracional y espiritual que es el Intelecto, el Nous o Buddhi, degenera y se pervierte, deja de ejercer de forma sana la función que naturalmente le corresponde, convirtiéndose en un ariete corrosivo y demoledor de costumbres y tradiciones, ideas y convicciones, normas y principios, incluso los más sagrados.

Repitamos una vez más que tanto el fanatismo democratizador, el furor nacionalista y la violencia revolucionaria como la obsesión por el progreso material, por la industrialización, el dinero y la economía, son los frutos de la herencia venenosa y letal de la ideología racionalista ilustrada, forjadora de la civilización moderna, que decidió prescindir de la Realidad suprema, así como de todas aquellas realidades luminosas en las que dicha Realidad última se ha reflejado a lo largo de la Historia, empezando por la Tradición sagrada y la Sabiduría, que es su núcleo y corona.

Aunque tampoco se puede ignorar, en esta labor negativa de zapa y demolición, la peor herencia del Romanticismo, que pretendió reaccionar contra la Ilustración y su racionalismo cayendo en un erróneo y exaltado irracionalismo, ensalzando por encima de todo el sentimiento, la emoción, la voluntad y lo irracional, y confundiendo a menudo la espiritualidad con la irracionalidad. Con lo cual no hizo sino agravar la ya de por sí grave enfermedad de Occidente y su honda crisis espiritual, cosas ambas que están estrechamente unidas. Hay que subrayar, no obstante, que en el movimiento romántico hay también tendencias mucho más certeras, que no caen en el error irracionalista; basta mencionar figuras como Chateaubriand, Franz von Baader, Zorrilla, Lacordaire, Blanc de Saint-Bonet, Leopardi, Runge, Ruskin, Coleridge, Donoso Cortés, Stifter, Manzoni, Rosmini o Novalis.

5.- Un mundo infectado por el Antiespíritu.

La Europa que se enfrenta sangrientamente en la gigantesca carnicería de la Guerra Mundial es una Europa envilecida, encanallada, gangrenada, invadida y aherrojada por el Ungeist, el Inespíritu, Desespíritu o Antiespíritu: la tendencia antiespiritual o desespiritualizadora, la pulsión que lleva a los individuos y la sociedad a dar la espalda a la realidad espiritual, y que atiza y fomenta incluso el desprecio y la hostilidad hacia lo espiritual (Geist = Espíritu, siendo el prefijo alemán un- equivalente a los prefijos españoles in-, des- o anti-). Se trata de una funesta expresión de la negatividad que lleva implícita, en pocas palabras, la aversión hacia la Trascendencia y hacia todo lo relacionado con ella: lo sagrado, lo simbólico, lo noble, lo valioso, lo honroso, lo verdadero, lo bello, lo justo, lo bien hecho, lo elevado y lo profundo. Algo que va inseparablemente ligado a la oscuridad avídica, a las tinieblas de la avidya, la ignorancia o ceguera espiritual.

El Ungeist (pronunciado úngaist) está detrás de la voluntad sacrílega, irreverente, secularizadora, laicista, irreligiosa o antirreligiosa, profanadora o desacralizadora. Y por tanto alimenta asimismo un fanatismo antifánico, antitemplo o antitemplario; es decir, se hallan animadas por el odio al templo. Dicho Ungeist o Antiespíritu en puede y suele camuflarse asimismo en la falsificación de la religiosidad o la espiritualidad, así como en su manipulación aviesa o hipócrita, cosa a la que son muy proclives los sistemas tiránicos o totalitarios cuando ven que les resulta más rentable utilizar la religión, aprovecharse de ella, que combatirla frontalmente o tratar de eliminarla.

Pero la acción del Ungeist no acaba aquí. Está presente y actúa en cualquier idea, acción, impulso, sentimiento o movimiento que atente contra el recto y justo orden (el orden del ser); cualquier tentativa contra la Verdad, el Bien o la Belleza; cualquier intención, idea, palabra, gesto, reflexión o propósito que sean contrarios a la racionalidad, la lógica, la sensatez, la inteligencia y el buen sentido. Se hace sentir igualmente en fenómenos como la manipulación ideológica (la politización e ideologización de la vida), la manía proselitista, el pesimismo y la negatividad, la tolerancia intolerante, el formalismo jurídico (con el excesivo y absurdo garantismo), la obsesión igualitaria, la nivelación por abajo y la rebelión contra la jerarquía, esto es, el rechazo de la necesaria estructura diferenciadora y jerárquica requerida por el justo orden.

El Ungeist es el enemigo de todo eso, de todo lo que signifique razón, mesura, serenidad, unidad, paz, orden, armonía, libertad, dignidad, plenitud. La furia demoledora y socavadora del Ungeist, el Inespíritu o Antiespíritu, abarca todo lo que es contrario al temple y al templo: el templo como recinto sagrado en el que se reza y se rinde culto a Dios, y el temple como disposición y cualidad del ánimo, como ser templado y sereno (templanza, entereza, fortaleza, resiliencia, presencia de ánimo, aplomo, mesura, moderación, ecuanimidad, austeridad, sobriedad, igualdad de ánimo). No en vano, en los orígenes del mundo moderno dicha furia destructiva antiespiritual se lanzó durante la Edad Media sobre el Temple, o sea, la Orden templaria, llamada así por haber surgido en Tierra Santa junto al Templo de Salomón; una brutal e infame acción llevada a cabo por el rey de Francia en un intento de sofocar ese centro de espiritualidad cristiana y apoderarse de sus bienes.

El Ungeist se recrea y complace de manera especial en la acción de degradar y corroer la Cultura, minarla, descomponerla y corromperla. Es este uno de sus principales campos de acción: atentar contra la Cultura en todas sus formas de expresión, sus modalidades y aspectos (intelectual, moral, emocional, estético, lingüístico, religioso, espiritual). Su objetivo inconfesado e inconfesable, que disfraza con muchos artilugios y sofismas, es sustituir la Cultura no sólo por la incultura, sino también y sobre todo por la anticultura.

El Ungeist propicia y fomenta todo lo que sea vulgaridad, zafiedad, mal gusto, banalidad, trivialidad, frivolidad, superficialidad, necedad, fanatismo, sectarismo, demagogia, nequicia, mala educación, impertinencia, manipulación del lenguaje, falsificación y tergiversación de los hechos, infantilismo, obscenidad, extravagancia (disfrazada de supuesta originalidad o genialidad creativa), mamarrachada, chapucería, falta de seriedad, falta de compasión, mediocridad, aborregamiento, abyección, mentalidad rastrera, irresponsabilidad, servilismo, despotismo y tiranía.

El filósofo suizo Paul Häberlin, en su libro Wider den Ungeist (“Contra el Desespíritu”), hace notar que el Ungeist suele presentarse como “hipocresía moral”, revistiéndose del “manto del Espíritu” (der Gewand des Geistes). Y diagnosticando con agudeza el síntoma básico o principal de dicho Ungeist, escribe: “Todo Ungeist es usurpación de la Verdad por el juicio individual y, por ende, si se prefiere, carencia de auténtica ”. Algo muy propio del individualismo prometeico. Ya se presente en el campo de la experiencia interior o en el terreno moral, filosófico y religioso, el Ungeist –añade Häberlin– no es en última instancia otra cosa que “el capricho y obstinación del individuo que se comporta dictatorialmente con respecto a sí mismo”. Es la tiranización de la propia vida de la que luego hablaremos, y que es consecuencia de la actitud individualista: el adjetivo “dictatorial” (diktatorisch) empleada por Häberlin resulta perfectamente intercambiable con el de “tiránico” (tiranisch). Se trata de una necia obstinación, un antojo o capricho (Eigensinn es el término empleado por Häberlin) que va en contra de lo real y de uno mismo (de la propia naturaleza), un desvarío que rechaza la luz de la Verdad, una veleidad que consiste en preferir el propio criterio egótico a la voz objetiva, clara y realista de la Verdad (o de la Realidad).

No queda sino añadir que el Ungeist, el Antiespíritu, es, en última instancia, la fuerza que desencadenó la tragedia suicida de Europa que fue la Guerra Mundial. Y sigue operando en la actualidad tal impulso antiespiritual, con su potencia venenosa, tratando de recoger los frutos amargos de las funestas y demoniacas semillas que dicha tragedia sembró en el alma de las sociedades, las naciones y los pueblos de Europa y de Occidente.

El más inmediato brote del Ungeist, su primera y más evidente manifestación, casi su núcleo inspirador, es el Unwille, la noluntad o voluntad negativa (Wille = voluntad, pronunciado vile). Llama la atención la similitud entre la pronunciación vile de dicha voz alemana y las voces españolas “vil” y “vileza”. Dicho término teutónico viene a corresponderse con el ill-will anglosajón, que también podría escribirse y decirse unwill. El Unwille es ciertamente la voluntad vil y envilecedora, la voluntad inclinada a a infamia, a la bajeza, a la indignidad, a la ignominia y al vilipendio. Una voluntad perversa que corrompe la fuerza volitiva del ser humano. No cabe duda que el únvile envilece.

El Unwille, in-voluntad, mal-voluntad, noluntad o doluntad (de “dolo”), es la malquerencia o malevolencia, malicia, mala fe o mala intención; es querer mal y querer el mal o, lo que viene a ser lo mismo, no querer el bien, huir del bien, despreciarlo y odiarlo. Quiere mal, quiere el mal y la maldad, junto con la mentira y la fealdad (o el horror, lo horrible y repugnante). Es, en uno de sus aspectos, la tendencia a la aversión, al rencor, a la envidia, a la rabia y la vesania. La llamo “involuntad” empleando una palabra formada con la misma lógica que “inmoralidad”, “infelicidad”, “inseriedad”, “incoherencia”, “inoportunidad”, “irreflexión” (in-reflexión) o “irrealidad” (in-realidad), y también claro está “inespíritu” (como sinónimo de “antiespíritu”, aversión y hostilidad a lo espiritual o ausencia y pérdida total de fuerzas o cualidades espirituales, con abierto rechazo de ellas).

Se puede calificar de involuntad asimismo, desde otro punto de vista, porque es voluntad de involución, de retroceso y regresión (en lo intelectual, moral, estético, sentimental y emotivo). Se expresa y revela como deseo de evolución negativa, de descenso, caída y marcha atrás, en vez del deseo de avanzar, de mejorar, de ir hacia adelante, de evolucionar en sentido positivo. El noble propósito de superación y elevación se ve sustituido por una inercia, una dejación y un autoabandono que hunden al individuo en niveles cada vez peores y más bajos. Aunque es posible que tal deseo de retroceder sea en muchas ocasiones involuntario e inconsciente, algo instintivo y no mentalmente elaborado, decidido y planificado, brotando del substrato oscuro del subconsciente. Es, a la postre, un desistimiento en el camino de la perfección a que está llamado el ser humano.

En su formulación más profunda y radical el Unwille o involuntad es el querer (willen, will, vilja, voler, vouloir, volere) fuerte o débil, pero con proyección perversa, negativa o negadora. Un querer contrario al Espíritu, a la Realidad, a la Verdad y al Bien. El querer ir contra la Norma, contra lo normal y normativo, y obstinarse en ello. Un insistir y recrearse en todo lo malo, lo nefasto, lo nocivo y perjudicial (no sólo para los demás sino también para uno mismo). Un anteponer y preferir la propia inclinación caprichosa, antojadiza o viciosa, a cualquier criterio objetivo que pueda orientarnos, a cualquier precepto, principio, norma o disciplina formadora. Una maldita voluntad que se empeña con ahínco en sembrar la vida de males, de cizaña, de malas hierbas, de malas ideas, malos sentimientos y malas intenciones. Su preocupación básica es engreñar y encizañar. En vez de moverse en el amor, el terreno natural al que está llamada la voluntad, la involuntad se mueve en el odio.

Esa involuntad o involencia puede manifestarse como nolencia, dolencia o indolencia: nolencia, porque es volencia negativa, no querer o querer el No (en latín la palabra nolentia significa “aversión” o “no querer”, no estar dispuesto a hacer algo, en este caso, algo que debería hacerse); dolencia, porque es querer con dolo, con fuerte deseo de hacer daño y de causar mal a alguien; e indolencia, porque es voluntad débil, indecisión, flojedad del ánimo, desidia, negligencia, ignavia, incuria y apatía, indiferencia o insensibilidad hacia el bien y hacia todo lo valioso, desinterés ante la realidad espiritual, postura abúlica y amorfa ante la vida, identificada a menudo con el pasotismo. Ni que decir tiene que estas tres enfermedades o malformaciones de la voluntad juegan un papel decisivo en el desencadenamiento y posterior desarrollo de la Guerra del 14.

En el tema que nos ocupa, el de la Primera Guerra Mundial, dicha mala voluntad o dolencia, que puede expresarse de muchas y variadas formas, por ejemplo como envidia o como ansia de venganza, la encontramos en las posturas políticas de Francia y Gran Bretaña, posturas funestas que serán las que llevarán a la guerra a ambas naciones, como más adelante veremos. En el caso de Francia, será el afán de venganza y de revancha contra Alemania lo que resultará determinante. En lo que respecta a Gran Bretaña, en cambio, será más bien la envidia, el dolor que causa a ciertos dirigentes ingleses el progreso y poderío de la nación alemana, viendo que la propia nación se va quedando atrás, va perdiendo terreno ante el aventajado competidor. De ese dolor íntimo, unido al temor, al miedo por lo que ese progreso ajeno pueda significar en el futuro como amenaza y peligro, surgirá el deseo doloso de destruir a aquella nación que está elevándose por encima de nuestro propio nivel y que, por eso mismo, constituye el enemigo a abatir.

La civilización titánica, al estar inspirada, guiada y regida por el Ungeist, el Antiespíritu que es también el Anti-Principio, el Anti-Ser y la Anti-Realidad, no podía sino engendrar ese mundo irreal o desrealizado, desprincipiado y descentrado, del que antes hemos hablado: un mundo deshumanizado, despersonalizado, desarraigado y masificado, fuertemente desanimado, desencantado y desmoralizado, en el que nada está en su puesto y lugar, en el que nada cumple su función, y en el que nadie tampoco acierta a encontrar su sitio. Un mundo mundano pero desmundado (privado de las elementos valiosos y significativos que le hacen ser Mundo), desmondado (des-limpiado o ensuciado) y desmontado, desarticulado, desvencijado, descompuesto, desintegrado, desconstruido, en proceso de demolición, despiece o desguace integral, en un incesante desmontaje por partes.

Así quedaría bien patente al finalizar la guerra, cuando cesen los combates. El suelo europeo parecerá un planeta de pesadilla, con la tierra reventada y destripada, sin vegetación y sin vida, plagada de inmensos cráteres abiertos por las bombas, de negras y embarradas trincheras, habiendo quedado todo arrasado, con sus árboles y bosques quemados, arrancados de cuajo (especialmente en las martirizadas campiñas francesas y belgas). Los campos de batalla sembrados de cadáveres y miles de supervivientes con sus cuerpos horrendamente mutilados y con sus almas aún más tremendamente mutiladas, rotas y descuartizadas. Un mundo en ruinas, ruinas no sólo físicas y materiales, sino también y sobre todo anímicas, mentales y morales.

El fruto y legado de la civilización titánica es un mundo inmundo, lleno de inmundicia, de desperdicios contaminantes, de basura física, mental y moral. Para expresarlo de forma más tajante: un inmundo (usando ahora tal palabra no como adjetivo, sino como sustantivo), o sea, un mundo que es lo contrario o la antítesis del Mundo (la Creación, la Naturaleza, la Tierra, el Cosmos). Lo que podríamos llamar un inframundo, desmundo, sinmundo o contramundo; Unwelt, que se diría en alemán (Welt = Mundo, Universo, Orbe o Todo cósmico; con la partícula un- que indica privación, carencia, negación o antítesis, al igual que en español el prefijo in-: inmoral, indecente, insustancial, injusticia, impuntualidad, impudor, informalidad, indignidad, insuficiencia). El Unwelt es el producto lógico e inevitable del Ungeist.

En el Unwelt, immón o inmundo, todo está mezclado, confuso, confundido y revuelto, merado y desnaturalizado. Hay una total promiscuidad, insana y muy nociva, en la que se mezclan y mixturan cosas que deberían estar bien separadas y distinguidas. Se mezcla y confunde la moral con el dinero, la verdad con la mentira, el sexo con el género (concepto gramatical), la felicidad con la política o la economía (el nivel de vida material y la intervención de los poderes públicos), la filosofía con la filodoxa, la historia con la histeria (fomentada y atizada por la propaganda). Ya no se sabe discriminar ni discernir lo esencial de lo accidental, lo fundamental de lo accesorio, lo prioritario con lo secundario, lo espiritual de lo psíquico o lo fenoménico.

El Ungeist es el poder inmundo que mundaniza el Mundo, lo priva de su contenido espiritual y sacro, convirtiéndolo en algo puramente mundano, sin conexión con lo Alto y sin proyección superior; lo inmundiza (lo unveltiza o unweltiza), lo convierte en inmundo (unvelto, que diría un alemán españolizando su propio vocablo; un unvelto envuelto en las oscuras y negras sombras del Kali-Yuga; un unvelto revuelto como si se le hubiera aplicado un ungüento maléfico).

El Ungeist corrompe el Mundo, lo degrada y contamina, lo ensucia y envilece, lo infecta y emponzoña. Lo reduce a un desmundo que es un auténtico desmadre, un colosal desbarajuste que no presagia nada bueno y en el que se dan toda clase de desaguisados, desafueros y desmanes; un engendro desmadejado y descontrolado al que resulta sumamente difícil, si no imposible, poner remedio. En el desmundo todo se desmanda y desmadra, todo se desorganiza y desquicia, todo se desarticula y desliga, todo se descontrola y deshace. Todo está alterado, descoyuntado, deshilachado y desencuadernado. Desvarío y desatino son las palabras que vienen a la mente al contemplar el desastre y desmadre del inmundo forjado por el Ungeist o Antiespíritu.

Lo que se ofrece a la mirada humana es un auténtico despropósito que resulta difícil entender, explicar y justificar. Un disparate integral, alucinante y abracadabrante, en el que nada encuentra su encaje y su razón de ser. ¿Cabe mayor disparate, mayor despropósito, mayor desatino y desvarío que la descomunal matanza organizada a gran escala en la Guerra Mundial por el odio de unos y las ambiciones de otros?

El inmundo titánico y prometeico es un dismundo que se halla completamente dislocado, disociado, disperso, disgregado, disonante, disuelto en sus propias contradicciones. El cuadro que la Historia y la experiencia vivida nos presentan es el de una inmensa y monstruosa distopía, la utopía invertida, vuelta por completo del revés: la inversión de aquella utopía ilustrada y democratista que prometía la eclosión en el horizonte un mundo feliz, próspero, libre y en paz ya para siempre gracias a la democratización universal.

Son estos que nos ha tocado vivir tiempos duros y recios, a causa de la influencia invasora y pervertidora del Ungeist. Por haber apartado la mirada de la Eternidad, nos encontramos en una época oscura, un tiempo aciago; un destiempo, contratiempo o antitiempo (Unzeit); esto es, una forma de existencia, una manera de vivir el devenir y la duración de las cosas, en la cual el tiempo (Zeit) se acelera alocadamente atropellándolo todo y dejando a las personas sin tiempo para nada. El tiempo pasa por encima de ellas dejándolas aturdidas, agotadas, exhaustas y sin aliento. Hay un desfase entre el ritmo cósmico y la arritmia o agitación temporal en que ha entrado la sociedad moderna, inmersa en una turbulencia difícil de seguir y asimilar. [La pronunciación de las voces alemanas mencionadas es tsait y úntsait. No tengo necesidad de decir que uso aquí tanto la voz alemana Unzeit como las españolas “destiempo” y “contratiempo” en una acepción, con un significado y con un contenido semántico muy diferentes, más radicales, de los que tienen y con los cuales suelen usarse en sus lenguas respectivas, pero descubriendo, sacando a la luz y utilizando significados que no dejan de estar presentes, si bien ocultos, en dichas palabras como tales].

Cuando el tiempo se desvincula de su raíz intemporal, supratemporal, eterna, que está por encima del Devenir, se torna siniestro, opaco, desbocado, inclemente, invivible. Cuando lo temporal se separa de lo eterno se endemonia, entra en una espiral aturdidora, corrosiva y destructiva, se convierte en un torbellino que desquicia y adquiere un vertiginoso girar que acaba demoliendo hasta lo más firme y sólido. El tiempo se rebela, se subleva contra esa amputación que se le inflige de manera ilegitima y violenta, y entonces revela su peor faz, su faz hosca, amenazadora y terrible. Bajo la férula del Unzeit, del destiempo o tiempo desacralizado, el tiempo privado de su envoltura sacra, se abre para la sociedad humana un muy negro porvenir.

Habría que añadir también, a este respecto, que en sánscrito la palabra para “tiempo” es kala, que también tiene el significado de “negro” y “muerte”, lo cual está asociado con el nombre de Kali, la “diosa negra”, esposa terrible y sanguinaria de Shiva, su Shakti en uno de sus aspectos más tenebrosos. Kali, por cierto, es la encarnación del tiempo, con la sucesión de pasado y futuro, cuyo poder aterrador, destructivo y mortífero se hace patente y manifiesto en el Kali-Yuga, la “Era negra” o “Edad oscura”, la “Edad del Hierro” en la tradición occidental.

Con su declarada y descarada actitud contra el templo, la Ilustración introdujo una dinámica que suponía la imposición a la sociedad, a la cultura y a la vida humana del contratemple y el contratiempo, el destemple y el destiempo. Eliminó el verdadero templo, cerró el auténtico santuario, para erigir su templo de la razón. Al aplicar su rodillo racionalista, acabó con el tiempo sacro, ritual y simbólico, imponiendo un tiempo supuestamente racional, medible, cuantificable y controlable, aprovechable y explotable, sin añadidos espiritualistas, mágicos ni supersticiosos, que iba a garantizar el progreso de la Humanidad. Pero con ello no hizo sino traer el Unzeit, abrir las puertas a un tiempo endiablado, incontrolable, desbocado y desmedido, que iba a producir la aceleración de la Historia, con la consiguiente crisis en todos los terrenos, así como la zozobra, desasosiego, monotonía, congoja y tristeza de la vida cotidiana (convendrá recordar, a este respecto, lo antes apuntado sobre la ofensiva contra el temple y el templo).

El tiempo del Unzeit es un tiempo infernal, también invernal, en el que hibernan los principios, los más altos valores y las realidades espirituales, recluidos todos ellos en las oscuras y frías catacumbas del tiempo. Es un tiempo que no da tiempo ni oportunidad para la serena contemplación y comprensión, para la comunicación y la comprensión del otro, para conocerse a sí mismo y conocer a quien se tiene en frente (conocerlo y reconocerlo, reconocer sus méritos, virtudes y cualidades). No hay tiempo, en definitiva, para descubrir la Verdad y realizarla en la propia vida. Se abre, a la postre, un tiempo que mata, un tiempo de muerte, como si fuera a arrasar la vida. Un tiempo que mata y sepulta la Verdad, que arrasa con los valores. De ahí vendrán luego las tensiones que acaban desembocando en guerra civil o lucha incivil entre los pueblos de Europa.

La imagen que se imprime en la retina de la mente es la del mítico Cronos (o Kronos) devorando a sus hijos. En este caso, sus hijos mortales, humanos deshumanizados. El tiempo inclemente, tiempo de violencia, de guerra y de muerte, devora cuanto encuentra a su paso. Es lo que vemos en 1914: la sombra siniestra de Cronos, como la de un implacable Caín, se extiende sobre los campos de Europa sembrando con prisas, con gran precipitación, con una tenacidad y un ahínco que le deja a uno perplejo, sin agobio pero sin pausa, la destrucción, la muerte, el sufrimiento y el dolor. La roja corona o Krone de Kronos se alza cual trágica enseña pidiendo insaciable y despótico sacrificios humanos en su honor.

Si la utopía deviene finalmente distopía, según antes veíamos, en lo referente a la dimensión temporal de la existencia, la ucronía degenera realmente en discronía, una atmósfera discrónica en la que se da como una implosión del tiempo, en la cual el tiempo queda como reventado. La era utópica que se nos prometía como un tiempo radiante de paz, progreso, prosperidad, fraternidad y libertad, en el que incluso llegaría a desaparecer la muerte, se revela como un tiempo distópico, decepcionante y frustrante, asfixiante y abrumador, en el que todos los ideales prometidos se esfuman y en el que impera un ambiente de auténtica pesadilla.

Ungeist, Unzeit, Unwelt: he aquí tres palabras que nos dan la clave para entender en profundidad la crisis de Occidente y, por ende, las causas hondas y el significado más recóndito de la Primera Guerra Mundial, con sus derivaciones y consecuencias posteriores. Desespíritu, Destiempo, Desmundo o Inmundo; o, si se prefiere, Antiespíritu, Antitiempo, Antimundo. Tres palabras a las que habría que añadir una cuarta, fundamental y que de hecho ya ha aparecido en páginas anteriores y a la que tendremos que dedicar una especial atención más adelante: Unreich, el Des-Imperio o Anti-Imperio; el Gegen-Reich, el Anti-Reich, ha hostilidad al Reich o Imperio, con todo lo que éste significa de potencia sacral ordenadora, unificadora y pacificadora. En un doble plano: por un lado, la pérdida y desaparición del Imperio (Des-Imperio) y, por otro, la decidida voluntad de combatir al Imperio, socavarlo, destruirlo y hacerlo desaparecer o hacer que se esfume definitivamente lo que de él pueda quedar todavía en estos tiempos oscuros y caóticos (Anti-Imperio). Algo sobre lo que ya hemos hablado y sobre lo que tendremos que volver más adelante.

En cierto sentido, “mundo” viene a ser sinónimo de “realidad”, y el sintagma “el Mundo” (die Welt, the World) podría considerarse como equivalente de “la realidad” (die Wirklichkeit), la realidad con la que el ser humano se encuentra y que forma su circunstancia vital, “el mundo real” o “mundo de lo real”. Esto es, la realidad visible, perceptible e inteligible, que comprende los niveles físico, anímico y espiritual, desde la cual pasamos a la Realidad en sentido absoluto, la Realidad última y suprema. Con lo cual, partiendo de esta identidad semántica entre Mundo y Realidad, el Ungeist, el Antiespíritu, que genera el Unwelt, el inmundo o antimundo, viene a identificarse, por esta misma razón, con la irrealidad o antirrealidad (die Unwirklichkeit): va en contra de lo real, contra el Mundo real y, por encima de ello, contra la Realidad primordial (die Urwirklichkeit), lo supremamente Real, la Realidad originaria y originante que fundamenta, anima y sostiene toda realidad. El Un- negativo se trasmuta aquí, muy significativamente, en el Ur- que hace referencia al Origen, a lo primordial, original y primigenio.

El Ungeist es, por ende, también la Anti-Realidad (Gegen-Wirklichkeit o Wider-Wirklichkeit): gegen y wider = contra, anti), un significado que nos lleva a conectar con lo que antes decíamos sobre el titanismo como desprecio de la Realidad, como rebelión contra la Realidad. Siendo el Ungeist el enemigo del Espíritu, tiene por fuerza que ser también el enemigo visceral de la Realidad, del Principio, de la Verdad, del Ser, del Orden, de la Paz y de la Unidad.

Pero aquí se impone una advertencia que nunca debería olvidarse: la irrealidad no tarda en pasar factura a todos aquellos que la buscan afanosamente huyendo de la Realidad. El apego y la atracción que el inmundo y el desespíritu (el Unwelt y el Ungeist) sienten por lo irreal, por la irrealidad o la antirrealidad, se pagan tarde o temprano, y se pagan de forma cruel, como lo demuestra el caso trágico, horrendo y terrible de la Guerra Mundial, con sus matanzas y destrucciones, sus cientos de miles de inválidos y mutilados. En el plano social e histórico, la factura que pase la realidad, por haber sido ignorada o despreciada, o incluso vilmente atacada, puede ser una gravísima crisis económica, una insoluble crisis ecológica, una revolución sangrienta o una espantosa conflagración bélica. Las consecuencias son muy semejantes en el plano individual.

El mundo irreal forjado por el Ungeist al dar la espalda a la realidad, es un contramundo, un mundo al revés: lo que debería estar abajo está arriba (y viceversa); lo importante es lo secundario, trivial y baladí, mientras lo fundamental y principal queda relegado como si careciera de importancia y de valor; lo que pertenece a la periferia se sitúa en el centro, dirigiéndolo todo como si fuera el eje de la existencia; valioso es lo mezquino y degradante, siendo lo digno y noble lo realmente execrable; los ignorantes, que deberían obedecer y dejarse guiar, son los que dirigen, adoctrinan, marcan el rumbo y dicen lo que hay que hacer; lo que da luz y aclara las cosas se tiene por oscuro y confuso; se cultiva y ensalza lo que debería ser perseguido y se denigra y persigue lo que debería estar altamente considerado, respetado y reverenciado; lo anormal se considera normal, y lo normal es tenido por enfermizo y denigrante; lo trascendente e indiscutible es discutido a todas horas, mientras se eleva a la categoría de dogma lo que es más que discutible, lo sospechoso o claramente falso, quedando prohibido que se ponga en duda; los criminales se erigen en paradigma de rectitud, juzgan y condenan a las personas justas y honradas, que son mirados como delincuentes.

La pérdida, separación y alejamiento de lo primordial, de lo originario, que conlleva el distanciamiento de la Realidad suprema, de lo Absoluto y de la Trascendencia, se da también en la vivencia angustiosa, oprimente y desequilibrada del tiempo a la que antes nos hemos referido. El Unzeit, el destiempo o contratiempo, se contrapone al Urzeit, el tiempo primordial, tiempo atemporal e inmemorial (in illo témpore, el “érase una vez” de los cuentos de hadas), tiempo edénico, tiempo principial, que es tiempo de plenitud, de paz y armonía por estar en conexión con su raíz y fuente eterna, con el Origen, con el Principio. El tiempo que rige estos tiempos convulsos es Unzeit precisamente porque ha perdido la conexión con el Urzeit, conexión inspiradora, renovadora y vivificante, pues es la que da sentido, mesura, orden, reposo y sosiego al imparable y vertiginoso decurso temporal.

La sílaba Ur, que contiene el significado de “originario” o relacionado con el Origen (der Ursprung o die Urquell), nos vuelve a aparecer aquí para quedar reemplazada de nuevo por la partícula Un, con su sentido distorsionador, negador, que implica carencia, privación y oposición. Esa combinación de dos letras, UR, tan cargada de significado positivo, se ve desplazada por la voz Uhr, tan semejante pero tan distinta, que en alemán significa “reloj”, el instrumento que mide el transcurrir del tiempo, y por ello puede significar también “hora” y “tiempo”, el tiempo cronológico (en holandés uur es “hora”, siendo el término para “reloj” uurwerk, literalmente “aparato horario o de hora”). No es casualidad que el reloj (Uhr) se vuelve omnipresente en el mundo hundido en el Unzeit, el destiempo demoledor y devorador. El Unzeit es Uhrzeit (ontijd is uurtijd, que se diría en holandés).

Será oportuno advertir que en las culturas y los pueblos primitivos, con una vivencia del tiempo muy diferente a la del hombre moderno, no existe el reloj. Se trata de poblaciones que viven, en la mayoría de los casos, ancladas en el Urzeit, en permanente y viva conexión con el Origen. De ahí que les sea aplicable la denominación de Urvolk, pueblo primordial (Urvölker en plural). No tienen relojes, ni los necesitan para nada. No están esclavizados a horarios artificiales ni sometidos a las prisas, cosas que desconocen por completo.

La esclavitud del reloj, de los horarios, del tiempo, va inseparablemente ligada a la esclavitud del dinero, a la esclavitud materialista de lo económico. Time is money, “el tiempo es dinero”, había afirmado Benjamin Franklin. Pero una frase semejante únicamente podía surgir en una mente moderna, ilustrada, racionalista, dinerista. En una sociedad sin reloj y sin dinero, libre de la presión de ambas cosas, esa frase carecería por completo de sentido. Una sociedad esclavizada por el reloj no podrá encontrar jamás la paz, la estabilidad y la normalidad. Recuérdese lo que páginas más arriba decíamos sobre la influencia del dinero, la industria y la economía en el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial.

Pero es que los tiempos sometidos al reloj, al cronómetro, son también tiempos de guerra: tempora belli. No tiempos bellos, sino tiempos en los que el bellum, la guerra, impone su ley. Es una era competitiva, agresiva, belicosa y violenta: Krieg-Zeit, war-time, krijg-tijd o krig-tid. Allí donde las horas imponen su tiranía estalla una guerra total y permanente. Guerra por el tiempo, para el tiempo y contra el tiempo; guerra contra uno mismo (contra la propia esencia, para afirmar el propio ego), contra el prójimo y contra el Mundo; guerra contra todo y contra todos. Guerra para ganar tiempo y en la cual no hay nunca demasiado tiempo para prepararse (ya sea para la defensa o el ataque). Todo el tiempo es poco para defenderse de lo que pueda venir, no se sabe cuándo ni cómo.

Hay que actuar con prisas para golpear el primero y ganar ventaja. Carrera contra reloj para anticiparnos a los demás, para armarse más y mejor que el vecino, para llegar antes que ellos a la meta, a la victoria; guerra contra las horas para que el enemigo no nos coja desprevenidos y nos coma el terreno. Guerra para quitarles tiempo a los demás, para parar o averiar sus relojes, para que no tengan tiempo de responder y contraatacar. Guerra para imponerles nuestro tiempo, nuestra voluntad, nuestras ideas, nuestro poder. Guerra finalmente para rendir culto y ofrecer sacrificios a nuestro ídolo y señor el Tiempo, el Cronos.

Oorlog-tijd o tijd van oorlog podría decirse también en holandés (pronunciándose tijd como teid). Me llama la atención, pues resulta verdaderamente chocante aunque no tengan ninguna relación entre sí, la semejanza entre la palabra holandesa oorlog (“guerra”) y la francesa horloge (“reloj”). Parece como si apuntaran a un oculto nexo simbólico entre ambos conceptos. Y la similitud resulta aún más acentuada y llamativa en la pronunciación de ambas voces: órlog y orlóch.

En esta era oscura, los individuos, los grupos y las naciones se hallan cosidos por agujas de hierro o de acero al tiempo y al espacio en que les ha tocado vivir. Las agujas del reloj les cosen, zurcen y entretejen con los acontecimientos, viéndose fatalmente atados a ellos y también arrastrados por ellos. Esas agujas que marcan el implacable paso del tiempo son como alfileres torturadores que penetran hasta los entresijos del alma y la atan y cosen al potro de tortura, a aquello de lo que intenta huir o quisiera evitar a toda costa. Son las flechas negras, rejones de fuego o alfileres de un seudo-rito siniestro (semejante al vudú), que con fuerza fatídica atraviesan a los seres humanos, los asaetean y acribillan, clavándose en sus mentes y convirtiéndolos en esclavos de los sucesos históricos o de las vicisitudes circunstanciales de sus vidas.

La sociedad moderna está cosida a flechazos o alfilerazos que se hincan en su exuberante y opulento existir, le inyectan un fuerte veneno y la llenan de sufrimiento. En todo momento cae sobre ella una lluvia de flechas samsáricas que desgarran su ser, flechas que se identifican con las manecillas que en la esfera del reloj cuentan las horas, los minutos y los segundos. No hay manera de escapar a esos dardos fatídicos que cosen y descosen, en consonancia con el tictac del reloj, las desmadejadas existencias de los seres humanos en esta era crepuscular. Y por eso mismo, en estos últimos tiempos, tiempos de penumbra y eclipse espiritual, los seres humanos son víctimas de los acontecimientos, en vez de ser sus conductores, líderes y guiadores.

Es lo que quedará patente a todas luces en la tragedia de la Guerra Mundial. Aquellos que, provocando el conflicto o lanzando a sus países a la guerra, creían dirigir y controlar los acontecimientos, no eran en realidad sino víctimas dignas de compasión: víctimas de las flechas o agujas de Cronos, lo que es tanto como decir los dardos letales del Ungeist o los rayos hipnotizadores y aturdidores de Maya, la Ilusión cósmica cegadora; rayos que distorsionan la realidad y nos impiden ver las cosas como son.

Al distanciarse del Origen, de la Realidad primordial (die Ur-Wirklichkeit o Ur-Realität), el inmundo forjado por el Antiespíritu ha sumido a la Humanidad en la esclavitud al reloj, en la tiranía del tiempo puramente cronológico, el tiempo horizontal y cuantitativo, sin perspectiva vertical, que desgarra la existencia y le imprime una velocidad endiablada. Hemos perdido la riqueza, pureza y plenitud del Urzeit, el tiempo primordial, el instante intemporal en el que resplandece el Eterno Presente. La existencia entera ha quedado sometida el implacable girar del reloj del progreso, cuyo péndulo oscilante y cuyas agujas en perpetuo movimiento marcan el ocaso y decadencia de una civilización que vive enajenada, alienada, languideciente, que se ha distanciado de sus orígenes y se ha traicionado a sí misma.

[NOTA: En la próxima entrega analizaremos con más detenimiento el impacto de la fiebre nacionalista y de la actitud titánica, dos factores que se halla en la base de la civilización moderna y, por consiguiente, en el origen de la Gran Guerra.]